A contracorriente
La maldición del valenciano
Hace quince años Eduardo Zaplana creó la Academia Valenciana de la
Lengua (AVL) para sustraer el debate lingüístico de la gresca callejera y
de la confrontación política. Tras un pacto con el socialista Joan
Ignasi Pla, encerró en ella a lingüistas de uno y otro signo, los pagó
con largueza y tiró la llave para que estuviesen un tiempo sin molestar.
El
tiempo ha pasado y la publicación del primer diccionario normativo del
valenciano ha levantado polémica al definir ese idioma como una “lengua
románica” que hablada fuera de la Comunidad Valenciana “recibe el nombre
de catalán”.
Esa mera constatación lingüística, realizada dentro
de las estrictas competencias de la AVL, ha llevado al PP regional a
considerarla como una agresión al idioma y hasta como una traición a la
Comunidad, cuyo Estatuto de Autonomía recoge que “la lengua propia de la
Comunidad Valenciana es el valenciano”. ¡Como si no fuesen
absolutamente compatibles una definición y la otra!
Afortunadamente,
la controversia ha perdido la virulencia de antaño, cuando catalanistas
y valencianistas andaban casi a cristazos, no tanto por cuestiones
filológicas, claro, sino por el tufo político pancatalanista o
anexionista de quienes preconizaban la unidad lingüística.
Un amigo
mío de Denia, ya jubilado, atribuye todo el problema a la propia
denominación del idioma: “Si la lengua que hablamos desde el Alguer a
Guardamar del Segura se llamase occitano, por ejemplo, todos
aceptaríamos que se trata del mismo idioma. Pero, si hay que llamarla
catalán surge el lío político”.
Es lo que acaba de hacer el
Consell de la Generalitat que preside Alberto Fabra, al no aceptar la
competencia idiomática de la AVL. ¿Se imaginan, por ejemplo, que el
Gobierno de Panamá, en conflicto ahora con la constructora Sacyr,
afirmase que la lengua de su país no es el español sino un idioma propio
y diferenciado llamado panameño?
Más allá de las peculiaridades léxicas y fonéticas locales, el cachondeo ante semejante decisión política sería de órdago.
Hace quince años Eduardo Zaplana creó la Academia Valenciana de la
Lengua (AVL) para sustraer el debate lingüístico de la gresca callejera y
de la confrontación política. Tras un pacto con el socialista Joan
Ignasi Pla, encerró en ella a lingüistas de uno y otro signo, los pagó
con largueza y tiró la llave para que estuviesen un tiempo sin molestar.
El
tiempo ha pasado y la publicación del primer diccionario normativo del
valenciano ha levantado polémica al definir ese idioma como una “lengua
románica” que hablada fuera de la Comunidad Valenciana “recibe el nombre
de catalán”.
Esa mera constatación lingüística, realizada dentro
de las estrictas competencias de la AVL, ha llevado al PP regional a
considerarla como una agresión al idioma y hasta como una traición a la
Comunidad, cuyo Estatuto de Autonomía recoge que “la lengua propia de la
Comunidad Valenciana es el valenciano”. ¡Como si no fuesen
absolutamente compatibles una definición y la otra!
Afortunadamente,
la controversia ha perdido la virulencia de antaño, cuando catalanistas
y valencianistas andaban casi a cristazos, no tanto por cuestiones
filológicas, claro, sino por el tufo político pancatalanista o
anexionista de quienes preconizaban la unidad lingüística.
Un amigo
mío de Denia, ya jubilado, atribuye todo el problema a la propia
denominación del idioma: “Si la lengua que hablamos desde el Alguer a
Guardamar del Segura se llamase occitano, por ejemplo, todos
aceptaríamos que se trata del mismo idioma. Pero, si hay que llamarla
catalán surge el lío político”.
Es lo que acaba de hacer el
Consell de la Generalitat que preside Alberto Fabra, al no aceptar la
competencia idiomática de la AVL. ¿Se imaginan, por ejemplo, que el
Gobierno de Panamá, en conflicto ahora con la constructora Sacyr,
afirmase que la lengua de su país no es el español sino un idioma propio
y diferenciado llamado panameño?
Más allá de las peculiaridades léxicas y fonéticas locales, el cachondeo ante semejante decisión política sería de órdago.

























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