A contracorriente
El sexo de los políticos
En Europa, las aventuras extraconyugales de los políticos y cualquier
otro escarceo sexual, por sórdido que sea, siempre han quedado reducidos
al ámbito de lo privado, al contrario que en Estados Unidos, donde
secretas infidelidades han acabado con las aspiraciones presidenciales
de muchos candidatos, desde Gary Hart a James Edwards.
Ambos
mundos contrapuestos entraron en colisión cuando el affaire de
Strauss-Kahn con una camarera en Nueva York y, al margen del arreglo
extrajudicial entre ambos, liquidó la carrera del socialista francés y
abrió la veda contra los políticos europeos. De aquellos polvos vienen
ahora los lodos del escándalo de François Hollande por sus encuentros
con Julie Gayet.
De España, qué les voy a decir. Lo que pasaba en
las alcobas de los políticos ha sido, hasta hace poco, como un secreto
de confesionario: se sabía, pero no se decía. Semanas antes de conocerse
la relación del entonces vicepresidente Miguel Boyer con Isabel
Presley, el ministro Fernando Morán me llamó indignado a El Periódico de
Catalunya, que entonces yo dirigía: “¿Cómo se atreve a pedirme una
entrevista para su diario cuando se meten en él con un compañero mío de
Gabinete?”. Todo, porque el columnista Pedro Rodríguez, sin citar
nombres, simplemente insinuaba en un artículo la historia de amor de un
ministro y una conocida dama de la sociedad madrileña.
Ya ven
cómo han cambiado los tiempos. Pero la pregunta sigue abierta: ¿la vida
sexual de los políticos pertenece al ámbito privado o debe ser conocida
por los ciudadanos?
Recientes noticias en España sobre la
conducta de las primeras autoridades del Estado han agigantado el
debate. Y no digamos nada si se trata de cargos públicos elegidos por
los ciudadanos: ¿deben conocer éstos sus comportamientos privados?,
¿resultan relevantes a la hora de concederles nuestro voto y la
consiguiente representación pública?
El debate, por muy permisiva que sea nuestra sociedad, todavía no ha concluido.
En Europa, las aventuras extraconyugales de los políticos y cualquier
otro escarceo sexual, por sórdido que sea, siempre han quedado reducidos
al ámbito de lo privado, al contrario que en Estados Unidos, donde
secretas infidelidades han acabado con las aspiraciones presidenciales
de muchos candidatos, desde Gary Hart a James Edwards.
Ambos
mundos contrapuestos entraron en colisión cuando el affaire de
Strauss-Kahn con una camarera en Nueva York y, al margen del arreglo
extrajudicial entre ambos, liquidó la carrera del socialista francés y
abrió la veda contra los políticos europeos. De aquellos polvos vienen
ahora los lodos del escándalo de François Hollande por sus encuentros
con Julie Gayet.
De España, qué les voy a decir. Lo que pasaba en
las alcobas de los políticos ha sido, hasta hace poco, como un secreto
de confesionario: se sabía, pero no se decía. Semanas antes de conocerse
la relación del entonces vicepresidente Miguel Boyer con Isabel
Presley, el ministro Fernando Morán me llamó indignado a El Periódico de
Catalunya, que entonces yo dirigía: “¿Cómo se atreve a pedirme una
entrevista para su diario cuando se meten en él con un compañero mío de
Gabinete?”. Todo, porque el columnista Pedro Rodríguez, sin citar
nombres, simplemente insinuaba en un artículo la historia de amor de un
ministro y una conocida dama de la sociedad madrileña.
Ya ven
cómo han cambiado los tiempos. Pero la pregunta sigue abierta: ¿la vida
sexual de los políticos pertenece al ámbito privado o debe ser conocida
por los ciudadanos?
Recientes noticias en España sobre la
conducta de las primeras autoridades del Estado han agigantado el
debate. Y no digamos nada si se trata de cargos públicos elegidos por
los ciudadanos: ¿deben conocer éstos sus comportamientos privados?,
¿resultan relevantes a la hora de concederles nuestro voto y la
consiguiente representación pública?
El debate, por muy permisiva que sea nuestra sociedad, todavía no ha concluido.

























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