A contracorriente
¿El último Rey?
Nunca la imagen del rey Juan Carlos I había estado tan deteriorada como
ahora, según reflejan las últimas encuestas. Nunca el Monarca había
perdido tanta credibilidad personal y política. Y nunca su actuación
había sido tan cuestionada y controvertida como en la actualidad.
Este
último aspecto resulta particularmente grave. Según nuestra
Constitución, el papel institucional del Jefe del Estado es el de
moderar la actividad política. Difícilmente podrá hacerlo si su propia
persona es objeto de controversia y de confrontación por parte de los
ciudadanos.
Querámoslo o no, así están las cosas.
Poco
importan, a este respecto, los servicios que haya prestado al país hasta
ahora el titular de la Corona, desde impulsar y facilitar en su día la
transición política hasta convertirse en un magnífico embajador de
nuestra democracia, pasando por la actuación decisiva que tuvo para
abortar el golpe de Estado de Armada y Milans del Bosch. Pero en la
vida, y más concretamente en la política, lo significativo no es el
pasado, por relevante que haya sido, sino el presente. Y el del Rey no
resulta en absoluto estimulante para sus compatriotas.
Por eso,
el último y gran servicio que podría prestar a un país lleno de zozobras
—desde económicas hasta institucionales— es abdicar en su hijo, Felipe
de Borbón. Este aún conserva un potencial de credibilidad personal y
política de la que ya carece su padre, según las encuestas anteriores.
Así,
pues, la transición de uno a otro no sería tan traumática ahora como
podría llegar a serlo más adelante. Pensemos que España ya tiene
suficientes problemas para que se le añada —como con el paso del tiempo
parece inevitable— el de que se cuestione la forma monárquica del
Estado. Y eso es lo que, si Juan Carlos I prolonga su reinado, acabará
por suceder.
Por ello, si el Monarca se aferra al cargo, podría
darse la paradoja de que alargando su reinado contribuya a que sea él el
último Rey de España.
Nunca la imagen del rey Juan Carlos I había estado tan deteriorada como
ahora, según reflejan las últimas encuestas. Nunca el Monarca había
perdido tanta credibilidad personal y política. Y nunca su actuación
había sido tan cuestionada y controvertida como en la actualidad.
Este
último aspecto resulta particularmente grave. Según nuestra
Constitución, el papel institucional del Jefe del Estado es el de
moderar la actividad política. Difícilmente podrá hacerlo si su propia
persona es objeto de controversia y de confrontación por parte de los
ciudadanos.
Querámoslo o no, así están las cosas.
Poco
importan, a este respecto, los servicios que haya prestado al país hasta
ahora el titular de la Corona, desde impulsar y facilitar en su día la
transición política hasta convertirse en un magnífico embajador de
nuestra democracia, pasando por la actuación decisiva que tuvo para
abortar el golpe de Estado de Armada y Milans del Bosch. Pero en la
vida, y más concretamente en la política, lo significativo no es el
pasado, por relevante que haya sido, sino el presente. Y el del Rey no
resulta en absoluto estimulante para sus compatriotas.
Por eso,
el último y gran servicio que podría prestar a un país lleno de zozobras
—desde económicas hasta institucionales— es abdicar en su hijo, Felipe
de Borbón. Este aún conserva un potencial de credibilidad personal y
política de la que ya carece su padre, según las encuestas anteriores.
Así,
pues, la transición de uno a otro no sería tan traumática ahora como
podría llegar a serlo más adelante. Pensemos que España ya tiene
suficientes problemas para que se le añada —como con el paso del tiempo
parece inevitable— el de que se cuestione la forma monárquica del
Estado. Y eso es lo que, si Juan Carlos I prolonga su reinado, acabará
por suceder.
Por ello, si el Monarca se aferra al cargo, podría
darse la paradoja de que alargando su reinado contribuya a que sea él el
último Rey de España.

























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