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Lunes, 11 de Noviembre de 2013 Tiempo de lectura:

Lo que nos llevamos

Hay una película de la cual sólo recuerdo una escena. El protagonista está haciendo lo que debería ser un soliloquio, pero no lo es, puesto que habla con su asistente. Está eufórico, porque ha firmado un contrato a raíz del cual le va a llegar la gloria. Y esta es la palabra que recuerdo, la gloria, y la voz masculina que la pronuncia, con énfasis. Se me escapa, sin embargo, el sexo de su asistente, y es que para mí esto era secundario. También recuerdo que cuando veía la película me puse en el lugar del asistente. Su cometido consistía en asentir, sonreír y callar. Pero, ¿qué pensaría? Creo que el protagonista era cantante y, evidentemente, pienso que toda esa alegría debió guardarla para sí. Claro que la película, a lo mejor, necesitaba de esas cosas para que el espectador se entere de lo que ocurre.

El caso es que por esa vía llego a la envidia, que es un sentimiento que hay que reprimir si surge. Ocurre que algunos lo provocan de forma inconsciente, como el sería el caso del protagonista de esa película, y otros lo hacen adrede, porque la envidia de los demás les da poder sobre quienes la tienen.

Hay gente que combate la envidia de forma pedestre. Si el fulano canta bien, se le busca algún defecto compensatorio. En realidad, es muy fácil desechar este sentimiento tan nocivo. Basta con comprender que algunos nacen con facultades extraordinarias, pero lo realmente importante de una persona no es lo que se ve de ella, sino lo que queda oculto, muchas veces incluso para el propio interesado. En el cine también ejemplos sobre el particular. Alguien apocado y aparentemente sin arrestos puede darse el caso de sea capaz de afrontar lo que nadie osa. Y en el caso contrario, los más aplaudidos y que más creído se lo tienen pueden caer en la traición más aberrante en un momento de apuro.

Lo que realmente vale de cada uno es lo que nos llevamos al otro mundo, al llegar la hora.

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