A contracorriente
En defensa de la Ley Wert
Ni me gusta la LOMCE del ministro Wert, ni tampoco las leyes de
educación anteriores a ella, pero no aceptar una profunda modificación
de la enseñanza sería continuar con el despelote educativo actual.
Para
evidenciarlo, tenemos, entre otros, los sucesivos informes PISA sobre
los 57 países más desarrollados. Nuestros adolescentes no sólo ocupan
unos puestos bajísimos en comprensión de la lengua y en matemáticas,
sino que en cada evaluación lo hacen cada vez peor.
Eso, los que
acaban la enseñanza secundaria, porque uno de cada cuatro arroja de
antemano la toalla y hace público así su fracaso escolar.
Ya ven
qué panorama. Pero es que hace poco el 90% de los aspirantes a
profesores en Madrid no fueron capaces de responder correctamente a
preguntas que se les hacen a alumnos de 12 años. Para su tranquilidad,
esos mismos alumnos también ignoran las respuestas. Así que todos
contentos en el mismo nivel de incompetencia.
Los culpables de
tanto desbarajuste son, como siempre, nuestros políticos, quienes han
hecho de la enseñanza su particular campo de batalla ideológico, con la
inestimable colaboración de algunos sindicatos y asociaciones de padres.
Para todos ellos, lo importante no es el aprendizaje de los chicos,
sino un adoctrinamiento que les lleva que a cada cambio de Gobierno
modifiquen los planes de estudios.
Por eso, la enseñanza tiene
tantos días de huelga como lectivos. Por eso, en las protestas se
exhiben eslóganes que nada tienen que ver con la educación. Por eso, en
algunas Comunidades Autónomas se oponen a un mejor conocimiento del
español y del inglés frente a lenguas vernáculas tan respetables como
menos útiles a la comunicación allende su ámbito geográfico.
El
último elemento de crítica a la LOMCE, claro está, es la exigencia de un
mayor esfuerzo escolar, con exámenes, reválidas y mejores notas para
conseguir becas. Como justificación a la pereza de los críticos, se
arguye que la ley nos llevará 40 ó 50 años atrás. Pero es que los tales
ignoran que hace medio siglo cuando un adolescente español iba a Francia
a aprender el idioma daba sopa con honda a sus pariguales franceses,
desde matemáticas a historia y desde comprensión lectora a biología. Lo
mismo les pasaba a los primeros españolitos que fueron a obtener un
máster a Estados Unidos. Tengo un amigo mayor que yo que, cuando se
ausentaba el profesor por alguna razón justificable, era él el encargado
de dar la lección del día a sus condiscípulos en Princeton.
Pero, claro está, admitir todo eso sería anteponer el conocimiento a la ideología y eso es algo que hoy por hoy no se estila.
Ni me gusta la LOMCE del ministro Wert, ni tampoco las leyes de
educación anteriores a ella, pero no aceptar una profunda modificación
de la enseñanza sería continuar con el despelote educativo actual.
Para
evidenciarlo, tenemos, entre otros, los sucesivos informes PISA sobre
los 57 países más desarrollados. Nuestros adolescentes no sólo ocupan
unos puestos bajísimos en comprensión de la lengua y en matemáticas,
sino que en cada evaluación lo hacen cada vez peor.
Eso, los que
acaban la enseñanza secundaria, porque uno de cada cuatro arroja de
antemano la toalla y hace público así su fracaso escolar.
Ya ven
qué panorama. Pero es que hace poco el 90% de los aspirantes a
profesores en Madrid no fueron capaces de responder correctamente a
preguntas que se les hacen a alumnos de 12 años. Para su tranquilidad,
esos mismos alumnos también ignoran las respuestas. Así que todos
contentos en el mismo nivel de incompetencia.
Los culpables de
tanto desbarajuste son, como siempre, nuestros políticos, quienes han
hecho de la enseñanza su particular campo de batalla ideológico, con la
inestimable colaboración de algunos sindicatos y asociaciones de padres.
Para todos ellos, lo importante no es el aprendizaje de los chicos,
sino un adoctrinamiento que les lleva que a cada cambio de Gobierno
modifiquen los planes de estudios.
Por eso, la enseñanza tiene
tantos días de huelga como lectivos. Por eso, en las protestas se
exhiben eslóganes que nada tienen que ver con la educación. Por eso, en
algunas Comunidades Autónomas se oponen a un mejor conocimiento del
español y del inglés frente a lenguas vernáculas tan respetables como
menos útiles a la comunicación allende su ámbito geográfico.
El
último elemento de crítica a la LOMCE, claro está, es la exigencia de un
mayor esfuerzo escolar, con exámenes, reválidas y mejores notas para
conseguir becas. Como justificación a la pereza de los críticos, se
arguye que la ley nos llevará 40 ó 50 años atrás. Pero es que los tales
ignoran que hace medio siglo cuando un adolescente español iba a Francia
a aprender el idioma daba sopa con honda a sus pariguales franceses,
desde matemáticas a historia y desde comprensión lectora a biología. Lo
mismo les pasaba a los primeros españolitos que fueron a obtener un
máster a Estados Unidos. Tengo un amigo mayor que yo que, cuando se
ausentaba el profesor por alguna razón justificable, era él el encargado
de dar la lección del día a sus condiscípulos en Princeton.
Pero, claro está, admitir todo eso sería anteponer el conocimiento a la ideología y eso es algo que hoy por hoy no se estila.

























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