Hay una serie de personas a las que no odio, pero con las que no me gustaría tomar café
La gente odiosa y el color
Tengo un libro titulado El test de los colores. Una de las pruebas
consiste en pensar en una persona especialmente molesta y mientras se
piensa en ella hay que ir pasando la mirada por una serie de colores.
Pero se me presenta un problema. Pienso en gente que sé que es maligna y
resulta que me quedo igual.
Y no es porque nadie me haya hecho
nada. Cuando tenía 13 años un médico me torturó durante un periodo de
una hora y media, quizá dos. Lo que me hizo, en contra de lo que yo
pensaba, no tenía ninguna finalidad terapéutica, sino que surgió a
consecuencia de sus celos con otros componentes de su equipo médico. Me
enteré de eso años más tarde en la consulta de otro médico y a
continuación fui a hablar con la monja. Fueron testigos un sacerdote,
que tiene o tuvo calle dedicada en Madrid, y la citada hermana de la
caridad. Ellos dos sí que tenían obligación de saber lo que me estaba
haciendo. Yo estaba sujeto por correas a la mesa del quirófano y me
estuve retorciendo todo el tiempo, pero aguanté el llanto, porque
pensaba que era en mi beneficio.
Pero, ¿cómo puedo odiar yo a
esos tipos? Quienes son capaces de hacerle eso a un niño,
independientemente de los honores que hayan alcanzado en vida, es obvio
que son unos mequetrefes.
Pero no son los únicos que me han hecho
algo en esta vida. Otras personas, algunas de ellas también muy
poderosas, han tenido comportamientos moralmente equiparables al de los
citados en épocas más recientes, y tampoco han venido a dejar huella en
mí. O eso creía yo. Porque ahora resulta que no puedo hacer el test.
Pienso en Fulano, pienso en Mengano, pienso en Zutano, y nada, no hay
modo de que se despierte en mí un odio de esos tan furibundos, con lo
cual yo podría pasar a la página de resultados, para ver qué dice.
He
llegado a la conclusión de que yo no me las he tenido que ver con gente
odiosa, sino con gilipollas. Hay una serie de personas a las que no
odio, pero con las que no me gustaría tomar café, ni verlas por ningún
lado tampoco. Y esa debe de ser la respuesta. Si no quiero verlos,
tampoco puedo pensar en ellos ni siquiera para hacer un test.
Tengo un libro titulado El test de los colores. Una de las pruebas
consiste en pensar en una persona especialmente molesta y mientras se
piensa en ella hay que ir pasando la mirada por una serie de colores.
Pero se me presenta un problema. Pienso en gente que sé que es maligna y
resulta que me quedo igual.
Y no es porque nadie me haya hecho
nada. Cuando tenía 13 años un médico me torturó durante un periodo de
una hora y media, quizá dos. Lo que me hizo, en contra de lo que yo
pensaba, no tenía ninguna finalidad terapéutica, sino que surgió a
consecuencia de sus celos con otros componentes de su equipo médico. Me
enteré de eso años más tarde en la consulta de otro médico y a
continuación fui a hablar con la monja. Fueron testigos un sacerdote,
que tiene o tuvo calle dedicada en Madrid, y la citada hermana de la
caridad. Ellos dos sí que tenían obligación de saber lo que me estaba
haciendo. Yo estaba sujeto por correas a la mesa del quirófano y me
estuve retorciendo todo el tiempo, pero aguanté el llanto, porque
pensaba que era en mi beneficio.
Pero, ¿cómo puedo odiar yo a
esos tipos? Quienes son capaces de hacerle eso a un niño,
independientemente de los honores que hayan alcanzado en vida, es obvio
que son unos mequetrefes.
Pero no son los únicos que me han hecho
algo en esta vida. Otras personas, algunas de ellas también muy
poderosas, han tenido comportamientos moralmente equiparables al de los
citados en épocas más recientes, y tampoco han venido a dejar huella en
mí. O eso creía yo. Porque ahora resulta que no puedo hacer el test.
Pienso en Fulano, pienso en Mengano, pienso en Zutano, y nada, no hay
modo de que se despierte en mí un odio de esos tan furibundos, con lo
cual yo podría pasar a la página de resultados, para ver qué dice.
He
llegado a la conclusión de que yo no me las he tenido que ver con gente
odiosa, sino con gilipollas. Hay una serie de personas a las que no
odio, pero con las que no me gustaría tomar café, ni verlas por ningún
lado tampoco. Y esa debe de ser la respuesta. Si no quiero verlos,
tampoco puedo pensar en ellos ni siquiera para hacer un test.

























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