historias reales de incomprensión humana
Hablar como se quiera
A contracorriente
Una cosa es estudiar en un idioma en la escuela, como sucede
con la inmersión lingüística en catalán realizada en el Principado, y otra
hablarlo en la calle, como esos niños que, según Duran i Lleida
“lamentablemente” utilizan el castellano en los recreos.
Es que, en el fondo, los idiomas no sirven para entendernos
unos con otros, sino para diferenciarnos los unos de los otros. Por eso mismo,
tampoco puede imponerse su uso por decreto, como ansían todos los
fundamentalistas. Así sucede en Flandes, donde, a pesar de que todo el mundo ha
estudiado francés, la gente prefiere usar el inglés antes que la odiada lengua
de sus vecinos valones.
La utilización de uno u otro idioma conlleva siempre algún
resultado negativo. Que se lo pregunten, si no, a la amplia minoría de
hablantes rusos de Estonia y de Letonia que viven por ello en un limbo
jurídico, privados de la ciudadanía de sus respectivos países.
Éstas son historias reales de incomprensión humana con
las que cualquiera puede toparse en sus viajes. Entiéndase, entonces, que a uno
le ponga nervioso cualquier noticia sobre barreras lingüísticas, máxime si
ocurre en parajes tan maravillosos como la Cataluña en la que siempre he podido
entenderme en catalán, en castellano o, si el interlocutor se pone tozudo, en
inglés.
A contracorriente
Una cosa es estudiar en un idioma en la escuela, como sucede
con la inmersión lingüística en catalán realizada en el Principado, y otra
hablarlo en la calle, como esos niños que, según Duran i Lleida
“lamentablemente” utilizan el castellano en los recreos.
Es que, en el fondo, los idiomas no sirven para entendernos unos con otros, sino para diferenciarnos los unos de los otros. Por eso mismo, tampoco puede imponerse su uso por decreto, como ansían todos los fundamentalistas. Así sucede en Flandes, donde, a pesar de que todo el mundo ha estudiado francés, la gente prefiere usar el inglés antes que la odiada lengua de sus vecinos valones.
La utilización de uno u otro idioma conlleva siempre algún resultado negativo. Que se lo pregunten, si no, a la amplia minoría de hablantes rusos de Estonia y de Letonia que viven por ello en un limbo jurídico, privados de la ciudadanía de sus respectivos países.
Éstas son historias reales de incomprensión humana con las que cualquiera puede toparse en sus viajes. Entiéndase, entonces, que a uno le ponga nervioso cualquier noticia sobre barreras lingüísticas, máxime si ocurre en parajes tan maravillosos como la Cataluña en la que siempre he podido entenderme en catalán, en castellano o, si el interlocutor se pone tozudo, en inglés.

























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