Quejarse es de bellacos
Le he leído a Manuel Alcántara que quejarse es de bellacos y no sirve
para nada. Y estoy de acuerdo con él. Me encantan esas personas que no
buscan acaparar ningún protagonismo, sino que se empeñan en que los
demás estén a gusto. Obviamente, yo debería aprender de ellas. Me
gustaría ser de ese modo.
Hay seres que de una forma callada y
buscando pasar inadvertidos ejercen, sin saberlo, su influencia sobre
los demás. La suya es una elegancia espiritual que les trasciende
necesariamente e impregna a quienes les tratan. Es imposible, no
obstante, llegar a esa perfección suya, pero todos los que están en su
entorno mejoran en alguna medida. Si fueran conscientes de ello -si
fuéramos-, tratarían de consolidar y aumentar dicha mejora. Me temo que
muchas veces al desaparecer quien ejerce el influjo quienes se nutrían
de él, en su mayor parte, lo pierden todo. Como si les costara conseguir
esa bondad por sí mismos.
No es cierto que en otros tiempos
hubiera gente más elegante, puesto que estas personas han escaseado
siempre, y cuando están, en donde están pasan desapercibidas para la
mayoría. Claro que hoy, con las facilidades que hay para acceder, aunque
sea de forma efímera, al primer plano, los más brutos hacen todo el
ruido que pueden para lograrlo, y encima logran el aplauso y la atención
de muchos.
Tampoco hay que olvidar a quienes no son capaces de
darse cuenta por sí mismos y esperan a ser ilustrados por otros. ¿Quién
leería hoy a Cervantes si no fuera porque hay una gran cantidad de
expertos que lo alaba?
Al final, la cuestión consiste en que esta
clase de personas suele ser poco aplaudida, su contribución al
bienestar de la sociedad no es desdeñable, por lo que, aunque sea
difícil lograr la excelencia en este campo, no está de más intentarlo.
Le he leído a Manuel Alcántara que quejarse es de bellacos y no sirve
para nada. Y estoy de acuerdo con él. Me encantan esas personas que no
buscan acaparar ningún protagonismo, sino que se empeñan en que los
demás estén a gusto. Obviamente, yo debería aprender de ellas. Me
gustaría ser de ese modo.
Hay seres que de una forma callada y
buscando pasar inadvertidos ejercen, sin saberlo, su influencia sobre
los demás. La suya es una elegancia espiritual que les trasciende
necesariamente e impregna a quienes les tratan. Es imposible, no
obstante, llegar a esa perfección suya, pero todos los que están en su
entorno mejoran en alguna medida. Si fueran conscientes de ello -si
fuéramos-, tratarían de consolidar y aumentar dicha mejora. Me temo que
muchas veces al desaparecer quien ejerce el influjo quienes se nutrían
de él, en su mayor parte, lo pierden todo. Como si les costara conseguir
esa bondad por sí mismos.
No es cierto que en otros tiempos
hubiera gente más elegante, puesto que estas personas han escaseado
siempre, y cuando están, en donde están pasan desapercibidas para la
mayoría. Claro que hoy, con las facilidades que hay para acceder, aunque
sea de forma efímera, al primer plano, los más brutos hacen todo el
ruido que pueden para lograrlo, y encima logran el aplauso y la atención
de muchos.
Tampoco hay que olvidar a quienes no son capaces de
darse cuenta por sí mismos y esperan a ser ilustrados por otros. ¿Quién
leería hoy a Cervantes si no fuera porque hay una gran cantidad de
expertos que lo alaba?
Al final, la cuestión consiste en que esta
clase de personas suele ser poco aplaudida, su contribución al
bienestar de la sociedad no es desdeñable, por lo que, aunque sea
difícil lograr la excelencia en este campo, no está de más intentarlo.

























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