Lo que nos llevamos
Hay una película de la cual sólo recuerdo una escena. El protagonista
está haciendo lo que debería ser un soliloquio, pero no lo es, puesto
que habla con su asistente. Está eufórico, porque ha firmado un contrato
a raíz del cual le va a llegar la gloria. Y esta es la palabra que
recuerdo, la gloria, y la voz masculina que la pronuncia, con énfasis.
Se me escapa, sin embargo, el sexo de su asistente, y es que para mí
esto era secundario. También recuerdo que cuando veía la película me
puse en el lugar del asistente. Su cometido consistía en asentir,
sonreír y callar. Pero, ¿qué pensaría? Creo que el protagonista era
cantante y, evidentemente, pienso que toda esa alegría debió guardarla
para sí. Claro que la película, a lo mejor, necesitaba de esas cosas
para que el espectador se entere de lo que ocurre.
El caso es que
por esa vía llego a la envidia, que es un sentimiento que hay que
reprimir si surge. Ocurre que algunos lo provocan de forma inconsciente,
como el sería el caso del protagonista de esa película, y otros lo
hacen adrede, porque la envidia de los demás les da poder sobre quienes
la tienen.
Hay gente que combate la envidia de forma pedestre. Si
el fulano canta bien, se le busca algún defecto compensatorio. En
realidad, es muy fácil desechar este sentimiento tan nocivo. Basta con
comprender que algunos nacen con facultades extraordinarias, pero lo
realmente importante de una persona no es lo que se ve de ella, sino lo
que queda oculto, muchas veces incluso para el propio interesado. En el
cine también ejemplos sobre el particular. Alguien apocado y
aparentemente sin arrestos puede darse el caso de sea capaz de afrontar
lo que nadie osa. Y en el caso contrario, los más aplaudidos y que más
creído se lo tienen pueden caer en la traición más aberrante en un
momento de apuro.
Lo que realmente vale de cada uno es lo que nos llevamos al otro mundo, al llegar la hora.
Hay una película de la cual sólo recuerdo una escena. El protagonista
está haciendo lo que debería ser un soliloquio, pero no lo es, puesto
que habla con su asistente. Está eufórico, porque ha firmado un contrato
a raíz del cual le va a llegar la gloria. Y esta es la palabra que
recuerdo, la gloria, y la voz masculina que la pronuncia, con énfasis.
Se me escapa, sin embargo, el sexo de su asistente, y es que para mí
esto era secundario. También recuerdo que cuando veía la película me
puse en el lugar del asistente. Su cometido consistía en asentir,
sonreír y callar. Pero, ¿qué pensaría? Creo que el protagonista era
cantante y, evidentemente, pienso que toda esa alegría debió guardarla
para sí. Claro que la película, a lo mejor, necesitaba de esas cosas
para que el espectador se entere de lo que ocurre.
El caso es que
por esa vía llego a la envidia, que es un sentimiento que hay que
reprimir si surge. Ocurre que algunos lo provocan de forma inconsciente,
como el sería el caso del protagonista de esa película, y otros lo
hacen adrede, porque la envidia de los demás les da poder sobre quienes
la tienen.
Hay gente que combate la envidia de forma pedestre. Si
el fulano canta bien, se le busca algún defecto compensatorio. En
realidad, es muy fácil desechar este sentimiento tan nocivo. Basta con
comprender que algunos nacen con facultades extraordinarias, pero lo
realmente importante de una persona no es lo que se ve de ella, sino lo
que queda oculto, muchas veces incluso para el propio interesado. En el
cine también ejemplos sobre el particular. Alguien apocado y
aparentemente sin arrestos puede darse el caso de sea capaz de afrontar
lo que nadie osa. Y en el caso contrario, los más aplaudidos y que más
creído se lo tienen pueden caer en la traición más aberrante en un
momento de apuro.
Lo que realmente vale de cada uno es lo que nos llevamos al otro mundo, al llegar la hora.

























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