Vivir en Las Azores
A CONTRACORRIENTE
Vivir en medio del Océano Atlántico, a
1.500 kilómetros de la Península y a 4.000 de Nueva York, es como
hacerlo en medio de ninguna parte.
Por eso, el portugués Durao
Barroso escogió en 2003 Las Islas Azores para que George Bush, Tony
Blair y José María Aznar pudiesen planificar relajadamente la invasión
de Irak.
Por su situación geográfica, su clima cambiante, la
inevitable importación de bienes de consumo, la escasez de
infraestructuras y la débil demografía de las islas, éstas, a diferencia
de las Canarias o Madeira, se hallan al abrigo del turismo masificado y
especulativo, con barrigas al aire en busca del sol en millares de
apartamentos construidos al tuntún.
Con un clima que en un solo
día pasa por las cuatros estaciones, todos los días del año, el suyo es
lógicamente un turismo de otro tipo: natural, ecológico, de avistamiento
de ballenas y otros cetáceos, de amantes de las fumarolas y de
bellísimos paisajes volcánicos, con baños termales, escuelas de buceo,
senderismo y deportes radicales. Otro mundo, en suma.
Pero este
mundo, históricamente duro para los nativos, propició una emigración
hacia Canadá y Estados Unidos que duró hasta finales de los 80. En la
actualidad, bastantes de aquellos indianos han regresado, exhibiendo su
éxito algunos de ellos, acompañados de otros que han sido deportados del
Norte de América por conductas antisociales.
Sorprendentemente,
a pesar de ese batiburrillo de orígenes y de influencias lingüísticas,
los azorinos apenas si padecen desempleo, en comparación con el Portugal
peninsular. Y es que ser una región excéntrica de la UE con menor renta
ha propiciado todo tipo de programas de ayuda comunitarios.
Claro
que, como en otras regiones favorecidas por los fondos europeos,
algunos de éstos se han dedicado al consumo en vez de a las
infraestructuras. Aun así, los coches compiten en calidad con las
carreteras y los vehículos circulan raudos por una capital con aceras de
apenas 50 cm. para justificar que existen.
Nadie, pues, mejor
que los azorinos, beneficiarios del invento comunitario, para
reivindicar su condición europea y su apego sin fisuras a una UE
cuestionada ya en medio continente.
A CONTRACORRIENTE
Vivir en medio del Océano Atlántico, a
1.500 kilómetros de la Península y a 4.000 de Nueva York, es como
hacerlo en medio de ninguna parte.
Por eso, el portugués Durao
Barroso escogió en 2003 Las Islas Azores para que George Bush, Tony
Blair y José María Aznar pudiesen planificar relajadamente la invasión
de Irak.
Por su situación geográfica, su clima cambiante, la
inevitable importación de bienes de consumo, la escasez de
infraestructuras y la débil demografía de las islas, éstas, a diferencia
de las Canarias o Madeira, se hallan al abrigo del turismo masificado y
especulativo, con barrigas al aire en busca del sol en millares de
apartamentos construidos al tuntún.
Con un clima que en un solo
día pasa por las cuatros estaciones, todos los días del año, el suyo es
lógicamente un turismo de otro tipo: natural, ecológico, de avistamiento
de ballenas y otros cetáceos, de amantes de las fumarolas y de
bellísimos paisajes volcánicos, con baños termales, escuelas de buceo,
senderismo y deportes radicales. Otro mundo, en suma.
Pero este
mundo, históricamente duro para los nativos, propició una emigración
hacia Canadá y Estados Unidos que duró hasta finales de los 80. En la
actualidad, bastantes de aquellos indianos han regresado, exhibiendo su
éxito algunos de ellos, acompañados de otros que han sido deportados del
Norte de América por conductas antisociales.
Sorprendentemente,
a pesar de ese batiburrillo de orígenes y de influencias lingüísticas,
los azorinos apenas si padecen desempleo, en comparación con el Portugal
peninsular. Y es que ser una región excéntrica de la UE con menor renta
ha propiciado todo tipo de programas de ayuda comunitarios.
Claro
que, como en otras regiones favorecidas por los fondos europeos,
algunos de éstos se han dedicado al consumo en vez de a las
infraestructuras. Aun así, los coches compiten en calidad con las
carreteras y los vehículos circulan raudos por una capital con aceras de
apenas 50 cm. para justificar que existen.
Nadie, pues, mejor
que los azorinos, beneficiarios del invento comunitario, para
reivindicar su condición europea y su apego sin fisuras a una UE
cuestionada ya en medio continente.

























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