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Lunes, 12 de Agosto de 2013 Tiempo de lectura:

Dejar morir a una niña

Si me dijeran que la persona que más ha intentado perjudicarme necesita mi médula ósea para vivir, se la daría. Puedo decir eso porque soy donante habitual de sangre y es bastante posible que alguna o algunas de mis donaciones hayan ido a parar a gente que me quiere mal. También he dado médula ósea. Fue en 1986, una época en la que técnica era menos depurada que ahora.

Ahora está de moda la palabra empatía, hasta el punto de que la simpatía parece haber desaparecido. Sin embargo, no hay tanta empatía como parece traslucirse de ese uso continuo de la palabra, puesto que las condiciones para captar donantes de médula ósea son dramáticas para quienes esperan recibirla: el donante puede volverse atrás en cualquier momento, incluso en ese punto en el que ya se ha iniciado el proceso del trasplante y el receptor no tiene marcha atrás: o se le pone la nueva médula o muere. Pues incluso en ese momento, el donante puede cambiar de idea.

Esas condiciones dan idea de la dificultad para captar donantes. Y eso que a la mayor parte de los donantes no es probable que la llamen jamás, porque encontrar un donante compatible es difícil.

En Estados Unidos, quienes se inscriben como donantes tienen ventajas, puesto que incluso se puede conseguir algún trabajillo extra por ese motivo. Pero el cobarde cuyo nombre no se ha dado a conocer tuvo mala suerte. Su médula era compatible con la de una niña de once años que estaba a punto de morir. Se había inscrito pensando en que no lo llamarían jamás y lo llamaron. Debió de entrarle pánico. ¡Ay!, ¡me van a pinchar! Pero encontró una excusa que le sacó del apuro: La niña no era americana. Y ya no es de ninguna parte, porque se ha muerto.
Y ese sujeto, cuyo nombre no se conoce, probablemente duerme a pierna suelta, porque tiene la conciencia tranquila.

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