son pura retórica las leyes de transparencia
¡No hay co…..!
Lo peor de nuestra clase política es que no tiene cojones —con perdón— para afrontar las reformas que necesita el país.
Un
detalle mínimo de la cobardía institucional respecto a sus congéneres
—en este caso, los Sindicatos— lo vimos en la manifa del 1 de mayo en
Salamanca, donde el Ayuntamiento del PP cedió el balcón protocolario
para la arenga de CCOO y UGT —“No tienen límites” — contra la política
económica del propio Partido Popular. Todo ello, salpimentado, de paso,
con banderas republicanas, o sea, anticonstitucionales, es decir, contra
la institución que las acogía.
Uno no tendría nada que objetar
si el uso de ese mismo balcón se cediese también a otros grupos y
organizaciones igual de benéficas, al menos, que los Sindicatos: UNICEF,
Médicos sin fronteras, Intermon Oxfam, etc., cosa que por supuesto no
sucede.
Y es que a estos últimos no se les tiene miedo, a
diferencia de a la casta político-institucional que lleva beneficiándose
treinta y tantos años de este país.
Por eso son pura retórica
las leyes de transparencia, mientras perdura gracias a siniestros tipos
como Bárcenas la financiación ilegal de nuestros partidos, así como
queda en agua de borrajas la regeneración del PP valenciano prometida
por Alberto Fabra, que no sólo sigue teniendo once imputados en las
Cortes regionales, sino que suma y sigue con una nueva acusación contra
el alcalde de Castellón, Alfonso Bataller.
Por esa falta de
testículos, no se acaba de un plumazo con diputaciones y cabildos, no
desaparecen empresas públicas y se cierran televisiones autonómicas y
embajadas regionales, no se crean listas abiertas de diputados o
circunscripciones uninominales y, en vez de putear a los pobres
funcionarios, no se liquida esa nefasta pléyade de asesores, paniaguados
y enchufados, donde se acomodan los políticos sin puesto fijo.
Si
hubiese, pues, lo que hay que tener, nos ahorraríamos fácilmente ciento
y pico mil millones de euros en vez de apretar para ello el cinturón a
los ciudadanos, estrangular la inversión necesaria y reducir el empleo
productivo, como ahora sucede.
Lo peor de nuestra clase política es que no tiene cojones —con perdón— para afrontar las reformas que necesita el país.
Un
detalle mínimo de la cobardía institucional respecto a sus congéneres
—en este caso, los Sindicatos— lo vimos en la manifa del 1 de mayo en
Salamanca, donde el Ayuntamiento del PP cedió el balcón protocolario
para la arenga de CCOO y UGT —“No tienen límites” — contra la política
económica del propio Partido Popular. Todo ello, salpimentado, de paso,
con banderas republicanas, o sea, anticonstitucionales, es decir, contra
la institución que las acogía.
Uno no tendría nada que objetar
si el uso de ese mismo balcón se cediese también a otros grupos y
organizaciones igual de benéficas, al menos, que los Sindicatos: UNICEF,
Médicos sin fronteras, Intermon Oxfam, etc., cosa que por supuesto no
sucede.
Y es que a estos últimos no se les tiene miedo, a
diferencia de a la casta político-institucional que lleva beneficiándose
treinta y tantos años de este país.
Por eso son pura retórica
las leyes de transparencia, mientras perdura gracias a siniestros tipos
como Bárcenas la financiación ilegal de nuestros partidos, así como
queda en agua de borrajas la regeneración del PP valenciano prometida
por Alberto Fabra, que no sólo sigue teniendo once imputados en las
Cortes regionales, sino que suma y sigue con una nueva acusación contra
el alcalde de Castellón, Alfonso Bataller.
Por esa falta de
testículos, no se acaba de un plumazo con diputaciones y cabildos, no
desaparecen empresas públicas y se cierran televisiones autonómicas y
embajadas regionales, no se crean listas abiertas de diputados o
circunscripciones uninominales y, en vez de putear a los pobres
funcionarios, no se liquida esa nefasta pléyade de asesores, paniaguados
y enchufados, donde se acomodan los políticos sin puesto fijo.
Si
hubiese, pues, lo que hay que tener, nos ahorraríamos fácilmente ciento
y pico mil millones de euros en vez de apretar para ello el cinturón a
los ciudadanos, estrangular la inversión necesaria y reducir el empleo
productivo, como ahora sucede.

























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