Si tuviesen que pelear por su escaño en listas abiertas o en circunscripciones uninominales, otro gallo nos cantaría
Hablar con los diputados
Si ignoramos hasta quiénes son nuestros diputados, ¿cómo demonios vamos a hablar con ellos?
Lo
único que sabemos es que son unos hombres (o mujeres) que figuran en
una lista cerrada a la que votamos cada cuatro años. Después, sólo les
vemos aplaudir unánimemente en el Congreso a su líder respectivo y votar
en bloque lo que les mande su partido.
Nada más.
No es exacto
del todo. Ahora, a cuenta de los famosos escraches, conocemos ya los
domicilios de algunos de ellos. No es que se lo hayan buscado, pobres,
pero, miren por dónde, así han hallado una grieta a su inaccesibilidad.
En
los países anglosajones las cosas suceden de otra manera: los
ciudadanos tienen acceso a sus representantes, tanto si les han votado
como si no, en oficinas habilitadas al respecto.
Un caso concreto que
recuerdo: hace cuarenta años, mi malogrado amigo Toni Turull, vivía en
Bristol, cuando una tubería municipal reventó frente a su casa y la
anegó totalmente. El hombre, catalanista anarquizante él, acudió al
parlamentario de su distrito, quien precisamente era del partido
conservador. El político, con una amabilidad exquisita, le dedicó varios
días de su tiempo, aun sabiendo que jamás obtendría su voto.
Por
el contrario, ¿dónde se esconden aquí nuestros diputados y senadores
para que no les veamos el pelo? ¿Dónde despachan con sus compatriotas?
¿Por dónde se pasean para conocer lo que sucede en la calle?
Ni
se sabe, ni ellos dan explicaciones sobre su clamorosa ausencia. Si, en
cambio, tuviesen que pelear por su escaño en listas abiertas o en
circunscripciones uninominales, otro gallo nos cantaría. Pero como para
ello sólo necesitan hacer la pelota a los jefes del partido, los
ciudadanos seguiremos sin verles el pelo.
Nada de todo esto,
insisto, justifica los escraches. Pero si quienes los padecen meditasen
un poco, a lo mejor entenderían algo mejor lo que está pasando.
Si ignoramos hasta quiénes son nuestros diputados, ¿cómo demonios vamos a hablar con ellos?
Lo
único que sabemos es que son unos hombres (o mujeres) que figuran en
una lista cerrada a la que votamos cada cuatro años. Después, sólo les
vemos aplaudir unánimemente en el Congreso a su líder respectivo y votar
en bloque lo que les mande su partido.
Nada más.
No es exacto
del todo. Ahora, a cuenta de los famosos escraches, conocemos ya los
domicilios de algunos de ellos. No es que se lo hayan buscado, pobres,
pero, miren por dónde, así han hallado una grieta a su inaccesibilidad.
En
los países anglosajones las cosas suceden de otra manera: los
ciudadanos tienen acceso a sus representantes, tanto si les han votado
como si no, en oficinas habilitadas al respecto.
Un caso concreto que
recuerdo: hace cuarenta años, mi malogrado amigo Toni Turull, vivía en
Bristol, cuando una tubería municipal reventó frente a su casa y la
anegó totalmente. El hombre, catalanista anarquizante él, acudió al
parlamentario de su distrito, quien precisamente era del partido
conservador. El político, con una amabilidad exquisita, le dedicó varios
días de su tiempo, aun sabiendo que jamás obtendría su voto.
Por
el contrario, ¿dónde se esconden aquí nuestros diputados y senadores
para que no les veamos el pelo? ¿Dónde despachan con sus compatriotas?
¿Por dónde se pasean para conocer lo que sucede en la calle?
Ni
se sabe, ni ellos dan explicaciones sobre su clamorosa ausencia. Si, en
cambio, tuviesen que pelear por su escaño en listas abiertas o en
circunscripciones uninominales, otro gallo nos cantaría. Pero como para
ello sólo necesitan hacer la pelota a los jefes del partido, los
ciudadanos seguiremos sin verles el pelo.
Nada de todo esto,
insisto, justifica los escraches. Pero si quienes los padecen meditasen
un poco, a lo mejor entenderían algo mejor lo que está pasando.

























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